1 de febrero de 2012

Las botas de lluvia

Llovió días, llovió semanas y llovió meses enteros.
Y llovió tanto que la población entera andaba pegada a sus paraguas como si fueran un órgano más del cuerpo, agregados por cirugía.
Era interesante estar de pie frente al ventanal de un edificio o en un balcón del cuarto piso a la hora del almuerzo, porque los oficinistas salían con sus paraguas de distintos colores a caminar por las calles en busca de comida y la avenida se convertía en un verdadero arcoiris.
Yo salía por la mañana y regresaba tarde, cuando ya era casi de noche. A la tercera semana de lluvia me compré unas botas de un color amarillo chillón que desentonaba completamente con el entorno grisáceo de las calles, con los nubarrones negros y los charcos de lluvia marrón. Pero me gustaba desentonar, porque la gente solía distraerse mirando mis botas y me permitía a mí relajarme y mirar sus rostros, estudiar sus facciones, observar sus gestos. Inventar estas historias.
Como la del señor de gris que llegaba todos los días al edificio donde trabajo y dejaba sus botas de lluvia azules en la puerta de entrada, como hacían todos los demás. Era uno de los pocos que nunca llevaba paraguas y sin embargo andaba siempre seco, con el cuello de la camisa blanca perfectamente planchado y el saco gris largo hasta las rodillas sin una sola gotita. Pienso en él como el señor de gris porque todo en él era de ese color: el saco, el pantalón de vestir, los ojos, el poco pelo que le quedaba en la cabeza.
Entraba sin saludar a nadie y sin dar aviso se dirigía directamente al ascensor, no sin antes dejar sus botas azules en la entrada. No había un sólo día que no viniera. Y no había un sólo día en que yo no lo observara.
Algo en su personalidad, en su forma de andar, era tan gris como la ropa que llevaba puesta y el color del cielo. Algo me hacía pensar en él como un pobre diablo que se levantaba temprano cada mañana y llegaba tarde a casa cada noche sin tener otra misión en la vida más que hacer ese recorrido, dejar sus botas, entrar en el ascensor, llegar al quinto piso, salir seis horas más tarde y volver a empezar.
La lluvia acabó por enloquecernos a todos. Algunos bromeaban con comprar botes y veleros, la prensa ya nos consideraba la Venecia sudamericana. El agua ensanchó los ríos y nos arruinó las costas, se metió en las casas y humedeció colchones, ropa, madera y hasta los cimientos. Las vidas se empezaron a resquebrajar con tanta humedad. Pero la lluvia no se detuvo y del cielo siguieron cayendo gotas como lágrimas, a veces de intenso llanto, a veces como suspiros de desamor.
Y así como había empezado (aunque ya nadie recordaba cómo), la lluvia se detuvo. Un jueves como cualquier otro y sin embargo distinto, amaneció soleado.
Los canales de televisión, los diarios y la radio festejaron el suceso como si el mundo hubiera nacido de nuevo. Algunos aprovecharon la ocasión para salir a respirar el aire cálido de ese sol reciente, para sacarse las botas y poner a secar los paraguas. Los más atrevidos salieron a la calle con anteojos negros.
Otros seguimos nuestra rutina, con alegría pero también con resignación. Había que volver al trabajo después de todo.
Lo curioso fue llegar temprano a la oficina, como siempre, y sentarme a mirar la puerta de entrada esperando a mis transeúntes de todos los días, pero que el señor de gris nunca llegara. De alguna forma ridícula y exagerada, me sentí extrañándolo. "Habrá salido a festejar el sol," pensé en ese momento, aunque no iba para nada con su personalidad esa nueva idea que se me metió en la cabeza con obstinación. Y no tardé mucho en descubrir que no podía estar en lo cierto, porque los días soleados siguieron y la emoción general se disipó en unas cuantas semanas, igual que el agua se evaporó y todo volvió a la normalidad.
Pero el hombre de gris nunca volvió.
Me tomó un tiempo acostumbrarme a su ausencia, pero al final terminé por aceptarla. Todavía había días en que levantaba la vista de mi escritorio y escrutaba la entrada cerca de las diez de la mañana, con la tonta esperanza de verlo llegar.
Y cuando ya había perdido toda esperanza, otro jueves como cualquier otro y sin embargo distinto, reparé en las botas azules, solitarias, abandonadas en el hall de entrada.
Las miré con intriga primero, y después con certeza. Sabía que eran las suyas. Y no me importó si se las había olvidado o seguía dejándolas allí a propósito pero en otro horario, no me importó buscarlo ni volver a verlo, porque ése era su recuerdo y me lo había dejado.
Recogí las botas del suelo y me las llevé a mi casa. Las guardé junto con las mías para que hicieran contraste; amarillo y azul mirándome todos los días desde el fondo del armario. Nunca me atreví a preguntarle a nadie si alguna vez había visto a su dueño. Pero tampoco nadie nunca las reclamó.

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