29 de enero de 2012

¿Qué hacés acá?

Situación de bar. Gente, cerveza, amiga charlando con un tipo, yo hablando con otro.
A unos 6 metros de donde estábamos Tipo X. y Yo, por el rabillo del ojo veo a A., un flaco con el que salí un tiempo sin compromisos hace más o menos dos años. Ya lo había visto antes, lo había saludado incluso al pasar, aunque sólo fue un "cómo estás", "bien y vos", porque cuando "nos dejamos", no fue en los mejores términos. Y mientras hablaba con Tipo X. veo que A. se acerca en línea recta hasta donde estábamos y se me planta en frente, pasando olímpicamente por alto a Tipo X., que lo miró con los ojos un poquito desorbitados.

A.:
¿Qué hacés acá?

Yo:
¿Perdón?

A.:
¿Qué estás haciendo acá? ¿Viniste a un cumpleaños... o saliste de joda?


Momento de silencio incómodo.

A.:
Yo salgo siempre, vengo siempre acá, y nunca te veo.

Yo:
¿Te molesta que esté acá?

A.:
Vos no salís nunca. (Al Tipo X.) Ella no sale nunca. Nunca viene por acá. Yo nunca la veo.

Yo:
Que vos no me veas no significa que no salga, A. Y en todo caso, ¿cuál es tu problema?


Acto seguido A. se da media vuelta y se va, dejándome a mi con la espuma de rabia en la boca, y al Tipo X. totalmente desencajado y mirándome con cara de susto.

28 de enero de 2012

Creer o reventar

Odio la ensalada de lechuga y tomate.
Me resulta absolutamente insulsa.
Para mí, es una ensalada sin esmero. Sin amor, sin creatividad. Una ensalada paja.
El que hace ensalada de lechuga y tomate la hace únicamente porque quiere comer algo fresco, posiblemente para acompañar alguna otra comida (una milanesa, por ejemplo); pero no con verdaderas ganas de comerla. ¿A quién puede gustarle una ensalada tan poca cosa?
Ni te cuento si no tiene cebolla.
A lo largo de los años traté de ingeniármelas de cualquier manera para hacer una ensalada de lechuga y tomate que tuviera un poco de onda. Cortaba todo chiquitito y agregaba zanahoria rallada, la condimentaba con aceto y pimienta, le agregaba berro, o repollo colorado, o la condimentaba directamente con una salsa que le copié a una amiga, que a su vez se la copió intentando imitar las salsas de McDonalds.

Hace poco descubrí el ingrediente secreto.

La vieja se hizo un huerto detrás de la casa. Plantó zapallitos, ajíes, albahaca, zanahorias, acelga, rabanitos, zapallo; y obviamente, lechuga y tomate.
El truco está en pensar en preparar la ensalada desde el momento en que se arrancan los ingredientes de la tierra. Sacar las hojas de lechuga y arrancar los tomates (con cuidado, para no hacer mierda el resto del huerto) y lavarlos uno por uno, para sacarles la tierra con un abundante chorro de agua fría. Queda en uno si después se mandan a la heladera o si directamente se prepara la ensalada, fresca, pero así como viene.
Mientras se corta la lechuga hay que pensar en el tiempo que hubo que esperar para que creciera y tomara ese color tan lindo y tan casero que tiene. Lo mismo con el tomate. Manipularlo como si fuera una creación nuestra.

Mi recomendación: cortarlo todo chiquitito y comerlo con el orgullo de haberlo visto crecer de a poquito. Hay una diferencia abismal entre el gusto de esa ensalada y la que viene de la verdulería.
En serio. Creer o reventar.

22 de enero de 2012

Buen viaje

Parece que estoy soñando, pero tengo los ojos abiertos. La realidad me pesa en el vaso medio lleno que tengo en la mano y en el agua fría que moja mis pies. El viento juega con mi pelo mientras me concentro intentando descubrir los secretos que quiere compartirme el mar. Las olas murmuran, allá a lo lejos, y veo los rastros del sol que empieza a levantarse con pereza, invadiendo el espacio de la luna con un brillo dorado y hermoso. Desde pocos metros de distancia me llega la risa de los amigos, que me llaman para compartir la última pitada y alguna que otra canción.

Y entonces, como quien no quiere la cosa; con la voz un poco desencajada pero rasgando la guitarra con cariño y casi devoción, los amigos se relajan sentados en la arena y entonan la canción.




Los acordes se pierden en la noche. El misterio del mar está resuelto. Veníamos a encontrarnos, a buscar la verdad. Y cuando nos encontramos; cuando por fin nos miramos a los ojos (desnudos de todo prejuicio y sin moneda que valga en nuestra escala de valor), descubrimos que no hay verdad y que no importa la mentira, porque al fin y al cabo los finales de los cuentos los escribo yo.

¡Pero qué buen viaje, che!

18 de enero de 2012

Una visión

La mina en cuestión era hermosa, probablemente la más linda del bar. La forma en que gesticulaba al hablar y el brillo rubio de su pelo lacio parecían hipnóticos; muchas miradas, femeninas y masculinas, se detenían en ella al pasar. Irradiaba un brillo particular con su actitud confiada pero discreta, desplegaba una a una sus armas de seducción, tejiendo con esmero una red cada vez más densa alrededor de su presa. De hecho, lograba un parecido fascinante y aterrador a las arañas cuando sonreía.
El tipo en cuestión era serio y parecía aburrido. Apenas movía los labios para contestar alguna pregunta cada tanto, sus gestos se limitaban a mover afirmativa o negativamente la cabeza. Tenía un aire de superioridad y arrogancia que hacía dudar de su estado civil, ¿casado?, ¿divorciado?. Casi no la miraba a los ojos. Tenía una mano apoyada en su propia rodilla y la otra sobre la mesa, cerca del vaso de cerveza que se iba vaciando de a poco, a sorbos lentos, medidos. Un dedo acariciaba con languidez el contorno del vidrio transpirado.
El mensaje era claro. La emisora y el receptor, evidentes.
Pero de alguna extraña manera terminé siendo yo el canal por donde fluía el hechizo que ella intentaba poner sobre él; y a la vez yo era también la barrera, el rechazo, que él le oponía a ella. Fui yo quien se hipnotizó viéndola, escuchándola; y también fui yo quien comenzó a frustrarse ante la impermeabilidad de él.
Como si rebotaran sobre ambos, los mensajes y las sensaciones que se enviaban caían en mí, obligándome a moverme con inquietud en mi asiento, invitándome a ponerme de pie e intervenir, impidiéndome desviar la mirada de aquella escena.
La cerveza se terminó y él se puso de pie. Con un último gesto, calculado y terminante, se despidió de ella y se dirigió a la puerta del bar. El hechizo se rompió finalmente. La ida y venida de mensajes llegaron a su fin; y yo quedé como un canal vacío, sin contenido, perdiendo la hipnosis en cuestión de instantes. No desvié la vista, sin embargo. Me quedé observando con curiosidad y un poco de morbo cómo ella lo veía marchar.
Con la ruptura de la conexión se terminó también el encantamiento. Ella ya no parecía tan hermosa, ni yo lo recordaba a él tan esbelto ni arrogante. Mientras duró la conversación se alimentaron el uno al otro de una belleza salida de ninguna parte, pero ahora eran sólo dos personas más, separadas, incomunicadas, no muy diferentes al resto.
Cuando ella también se levantó, me atreví a dar una mirada alrededor. Todos los ojos que hasta entonces parecían puestos en ellos habían dirigido su atención a otra parte.
Efectivamente, se había roto el hechizo.


17 de enero de 2012

Everybody's got something to hide

Por ahora, sólo me estoy escondiendo.
Llevo muchos años escribiendo como blogger, y un buen día decidí dejar todo, irme al carajo y empezar desde cero.
Mientras me despido de todo eso y voy en búsqueda de una nueva personalidad para mi "yo bloggera", me tomo un descanso, una cerveza, y un ratito para escuchar un poco de música.

Convido. No me voy a ortivar, y menos si ahora voy a ser "la nueva"... aunque no lo sea realmente.