10 de abril de 2012

Ocho estaciones de amor

Saliendo del laburo, me voy a tomar el subte en Independencia, y cuando llego al andén veo un a flaco sentado esperando lo mismo que yo, lo mismo que todos. Tenía una guitarra pero no tenía gorra. Tocaba bajito, con la cabeza gacha, el cuerpo encorvado, los ojos cerrados. Me saqué los auriculares para escuchar. Sí, así de curiosa soy.

Llegó el subte. Subimos por la misma puerta, nos sentamos en asientos enfrentados. Él me daba el perfil y no había dejado de tocar en ningún momento. Apagué el MP3 y lo miré fijo. Y lo miré. Y lo miré. Y lo seguí mirando mientras lo escuchaba.

Tocaba con dulzura, con amor, con empatía. Como si entendiera lo que la guitarra quería, como si se entendieran el uno al otro. Como si se dieran todo. Como si no pudiera ni por un instante dejar de rasgar las cuerdas, como si la atracción entre músico e instrumento fuera una fuerza superior.

Me enamoré.

En algún momento, mientras el subte se movía, el flaco abrió un ojo y espió alrededor. Su mirada se encontró con la mía. Sonreí. Él sonrió y asintió sin dejar de tocar. Se bajó en Av. La Plata y caminó por el andén, guitarra en mano. No dejó de tocar ni siquiera cuando llegó a la escalera.

Y a mí se me apagó el amor. Ni siquiera me acuerdo de su cara.

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