28 de enero de 2012

Creer o reventar

Odio la ensalada de lechuga y tomate.
Me resulta absolutamente insulsa.
Para mí, es una ensalada sin esmero. Sin amor, sin creatividad. Una ensalada paja.
El que hace ensalada de lechuga y tomate la hace únicamente porque quiere comer algo fresco, posiblemente para acompañar alguna otra comida (una milanesa, por ejemplo); pero no con verdaderas ganas de comerla. ¿A quién puede gustarle una ensalada tan poca cosa?
Ni te cuento si no tiene cebolla.
A lo largo de los años traté de ingeniármelas de cualquier manera para hacer una ensalada de lechuga y tomate que tuviera un poco de onda. Cortaba todo chiquitito y agregaba zanahoria rallada, la condimentaba con aceto y pimienta, le agregaba berro, o repollo colorado, o la condimentaba directamente con una salsa que le copié a una amiga, que a su vez se la copió intentando imitar las salsas de McDonalds.

Hace poco descubrí el ingrediente secreto.

La vieja se hizo un huerto detrás de la casa. Plantó zapallitos, ajíes, albahaca, zanahorias, acelga, rabanitos, zapallo; y obviamente, lechuga y tomate.
El truco está en pensar en preparar la ensalada desde el momento en que se arrancan los ingredientes de la tierra. Sacar las hojas de lechuga y arrancar los tomates (con cuidado, para no hacer mierda el resto del huerto) y lavarlos uno por uno, para sacarles la tierra con un abundante chorro de agua fría. Queda en uno si después se mandan a la heladera o si directamente se prepara la ensalada, fresca, pero así como viene.
Mientras se corta la lechuga hay que pensar en el tiempo que hubo que esperar para que creciera y tomara ese color tan lindo y tan casero que tiene. Lo mismo con el tomate. Manipularlo como si fuera una creación nuestra.

Mi recomendación: cortarlo todo chiquitito y comerlo con el orgullo de haberlo visto crecer de a poquito. Hay una diferencia abismal entre el gusto de esa ensalada y la que viene de la verdulería.
En serio. Creer o reventar.

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